Yo no sé de quién fue la idea de apuntarme de niño a clases de piano. Sé que siempre hubo un Kawai en casa, que lo compraron mis padres para mi hermano mayor, y que este, estando más dotado para el dibujo que para la música, no le hizo demasiado caso. También sé que a mi padre siempre le gustó la música, pero no recuerdo que la escuchara asiduamente hasta que el compact disc irrumpió en el mercado, desplazando a los discos de vinilo y a las cintas de cassette. Por suerte o por desgracia, he heredado su enorme colección de cedés, algunos de ellos conservan aún su precio en pesetas y la etiqueta del establecimiento en que los compró, El Corte Inglés, Galerías Preciados o la tienda que mi amigo Sebastián tenía en la calle Cano, en Las Palmas. Antes del cedé mi padre tocaba la guitarra, pero solamente una canción que a mí me parecía triste, la de los pastores que se iban para Extremadura. El maestro Joaquín Díaz grabó una magnífica versión de esta canción popular, pero a mí me gusta más la de mi padre, que además sabía tocar el timple y tenía mejor voz.
Creo que su primer intento por acercarme a la música clásica se produjo cuando yo tenía seis o siete años. La Sociedad Filarmónica de Gran Canaria invitó a un dúo de violín y piano a intrepretar la integral de las sonatas de Beethoven en el Teatro Pérez Galdós en cuatro sesiones consecutivas. Y mi padre me llevó a las cuatro. Me pregunto en qué estaría pensando. Me aburrí muchísimo. Entonces yo no sentía ninguna inclinación por la música, y el piano no era más que un mueble cerrado en casa que no tenía para mí ninguna utilidad. Pero me llamó la atención el instrumento, y en adelante me dediqué a aporrear las teclas de manera aleatoria, y a todas horas, obteniendo por igual el regocijo de mi padre y el rechazo de mis hermanos mayores. Mi casa, como muchas casas canarias, se ubicaba en la falda de un volcán, circunstancia esta que dificultaba cualquier expedición al exterior, así que encontré en el piano un medio eficaz para lidiar con el aburrimiento.
No obstante, era un gran amante de la música clásica, se ponía las Sinfonías de Brahms, y sonaban por toda la casa. En esto no coincidíamos porque a mí no me gustaba mucho Brahms, salvo por el concierto de violín. Aquí había un único punto de fricción; en lo demás solíamos estar de acuerdo. Nos encantaba la Sinfonía Renana de Schumann y las Sonatas de Beethoven interpretadas por Barenboim, pero no nos gustaba ni Mahler ni Berlioz, y Bruckner nos parecía insoportable. Aún hoy me lo sigue pareciendo, qué le voy a hacer. Ah, también le gustaba mucho Debussy, pero solo "La mer" y el "Preludio a la siesta de un fauno", en la versión de Claudio Abbado. De hecho, la única vez que vi a mi padre liberar una lágrima fue al final de una interpretación de "La mer" en el Auditorio Nacional.
Durante los últimos años me preguntaba asiduamente por mis proyectos musicales, y yo le decía que iban siempre mejorando, porque cada vez tenía más y mejores alumnos, y mejores compañeros de trabajo, aunque cada vez tocaba menos. Con el parón del 2020 recuperé un pequeño repertorio, y me aprendí el Concierto italiano de Bach y unas Mazurkas de Chopin, melancólicas la mayoría. Las toqué para él la última vez que estuve en mi casa, en mi antiguo Kawai, que también estaba maltrecho; y también toqué "Contigo aprendí" y "Bésame mucho". Después de la audición me dijo que estaba tocando mejor que nunca, pero nunca supe si lo decía por las Mazurkas o por los Boleros. Pero bueno, no está mal, aquella fue la última vez que me oyó tocar el piano, y la última que me dijo que le gustaba cómo me sonaba. Recuerdo que me alegré mucho. Luego cerré el piano, y desde entonces ya no lo he vuelto a abrir.