
En mi experiencia de estudiante buena parte de mis clases de instrumento se
rigieron según el modelo mencionado.
Tuve, al menos la suerte, de que mi primer profesor amenizaba cenas en un hotel; con él aprendí que existía un
repertorio internacional de música tan interesante como la clásica, y que este
repertorio también podía afrontarse con la libertad propiciada por el
conocimiento de la armonía y de la improvisación. De ahí deduje que la práctica
de la improvisación puede ofrecernos un vehículo expresivo inmediato de acuerdo
a nuestro temperamento actual, sin tener que recurrir al estudio exhaustivo de una partitura. Este profesor sostenía un enfoque fragmentario de la educación instrumental según el cual sólo se podía ser músico o intérprete, eliminando así la posibilidad de integrar estos conceptos para hacer de la experiencia musical un evento
completo. “Serás un gran músico” sentenció cuando me
despedí de él, “pero un mal intérprete”.

También hay que valorar el filtro afectivo, o la manera en
que cada estudiante reacciona a un estímulo pedagógico cualquiera. Esto
invalida, en mi opinión, el modelo convencional de la clase de instrumento
según el cual un mismo enfoque vale para todos. Cada persona trae consigo su
propia historia, y uno tiene que adaptarse a ella a la hora de proponer una
actividad o de juzgar una interpretación o un comportamiento. Tal vez quienes acuden a un
Conservatorio presentan un perfil más homogéneo, pero en otros entornos pedagógicos podemos encontrar una multiplicidad enorme
de caracteres, comenzando por las propiciadas por la mayor amplitud de edades
que se tratan.

Un problema a evitar es la fragmentación de la música, esa
teoría según la cual sólo es buena música aquella dictada por los grandes maestros,
y generalmente los clásicos. Los profesores que piensan así pueden verse
abocados a generar un entorno que se acomode a su pensamiento, y en
consecuencia excluir del aprendizaje un conjunto de contenidos muy valiosos. Tampoco
perciben los mensaje de rechazo que provienen de unos alumnos que tal vez se
acercan al piano para divertirse aprendiendo la Marcha Imperial, o para
identificarse con su sociedad inmediata tocando una canción de Taylor Swift. Un
cierto grado de fragmentación nos ayuda a ser prácticos y a entender el mundo,
pero una exageración de este concepto en la enseñanza nos inclina a dejar de percibir la Música como un todo extraordinario.

La enseñanza online a la que muchos nos hemos visto obligados durante los meses de confinamiento ha puesto en jaque a ese pensar fragmentario según el cual sólo se aprende de manera presencial, y además en un aula especializada. La urgencia ha motivado una adaptación rápida, y mi experiencia, al menos, ha sido positiva. No niego problemas. La inexactitud del sonido, el retraso en la comunicación, las horas largas frente a la pantalla del ordenador y la ausencia de un entorno musical complementario a la práctica: estos han sido, en mi opinión, los problemas más visibles. Pero me compensa porque me he reconocido en la experiencia confinada de mis alumnos, viendo como su ánimo y su color se oscurecían con el paso de las semanas, pero sin olvidar, al igual que Beethoven, que las dificultades pueden afrontarse siempre con alegría y una sonrisa, y sobre todo con música, ya sea la de Bach o la de Ludovico Einaudi.