Alguien me ha sugerido que lea el libro "Cómo ser feliz si eres músico o si tienes uno cerca". En cuanto me haga con él lo estudiaré detenidamente, por si doy con la idea que sustente el mito de que los músicos somos especiales. Tal vez encuentre allí algún consejo de valor que me ayude a no enloquecer como consecuencia de mi práctica profesional. En mi experiencia me consta que algunos músicos han perdido la cabeza. La cuestión es si la perdieron por ser músicos o si ya la traían perdida de atrás. En todo caso, el daño está hecho y el estereotipo establecido: los músicos, en general, somos raros o estamos medio locos. Y sin embargo, el caso es que nunca nos han faltado estudios que avalen los beneficios de la práctica musical, ya sea vocal o instrumental. Parece que hay concenso sobre las bondades que la música aporta a las capacidades motrices y cognitivas de quienes la practican o la escuchan con regularidad.
Una simple búsqueda en las redes académicas nos puede ofrecer innumerables resultados que postulan los beneficios ofrecidos por la música a la salud mental de todo el mundo. Algunos hay, incluso, que defienden las cualidades saludables de estilos que el saber popular desaconseja por violentos, entre ellos el Metal o el Hard Rock. Pero tal vez sea Daniel Levitin, el autor de "This is your brain in music", quien más esfuerzos ha hecho en el nivel divulgativo por enseñar a todos qué es lo que ocurre en nuestro cerebro en el contexto de la producción musical. En un estudio publicado en 2016 el investigador concluyó que "el acto de componer, así como el de imaginar los parámetros de la composicion separadamente, tales como la melodía y el ritmo, activaron lás mismas áreas cerebrales, siendo estas diferentes a las de la prosa o las artes visuales". Para llegar esta conclusión invitó a Sting a participar en un experimento con resonancia magnética.
Actualmente es relativamente fácil disponer de la cabeza de un gran músico para realizar un experimento o para conocer mejor su proceso creativo, y lo que es más, podemos hacerlo con el artista vivo. Pero en los siglos pasados había que recurrir a métodos más rudimentarios para comprender los entresijos del genio; y por eso proliferaron tiempo ha los ladrones de cráneos, que profanaban las tumbas y pispaban sigilosamente las cabezas putrefactas para así estudiar mejor, y sin prisas, las facultades mentales superiores que se atribuían a sus dueños.
Esto es, más o menos, lo que le ocurrió a la cabeza de Haydn. El maestro tendría que haber estado reposando plácidamente en el panteón de los Esterhazy, en Einsnstadt, desde su muerte en 1809. Pero las irrupciones napoleónicas provocaron su entierro provisional en el cementerio de Hundsturm. Varios años después, el príncipe Nicolás II de Esterhazy solicitó el traslado del cadáver, emprendiendo los funcionarios el trabajo de exhumación. Un discípulo del compositor, Sigismund von Neukomm, muy previsor, había gestionado la construcción de una lápida, por lo que no resultó difícil encontrar la tumba entre la de tantos finados sin nombre. Cuando los funcionarios abrieron la caja vieron espantados que no habían sido los primeros en valerse de la lápida para localizar al músico: alguien se les había adelantado y se había llevado la cabeza.
No cabe duda de que la parte más valiosa de un gran músico no son las manos, sino la cabeza que las rige, pero esto, a simple vista, no justifica que a uno le sustraigan el cráneo y le descuiden el resto. Pero en época de Haydn existía una pseudociencia, más o menos establecida, según la cual las facultades mentales se encontraban en áreas específicas del cerebro; el desarrollo de estas facultades propiciaría un crecimiento significativo de estas áreas, y ellas, a su vez, producirían una alteración morfológica en el cráneo del sujeto. El creador de esta doctrina, que se vino a llamar Frenología, fue el médico vienés Josef Gall. Obsesionado con la idea de la observación, el hombre empleaba gran parte de su tiempo en estudiar los cráneos de sus hijos y de sus amigos, y aún de locos, pecadores y sinvergüenzas, que muchos de ellos residían en la terrorífica "Narrenturm" o "Torre de los locos" de Viena.
Esto es, más o menos, lo que le ocurrió a la cabeza de Haydn. El maestro tendría que haber estado reposando plácidamente en el panteón de los Esterhazy, en Einsnstadt, desde su muerte en 1809. Pero las irrupciones napoleónicas provocaron su entierro provisional en el cementerio de Hundsturm. Varios años después, el príncipe Nicolás II de Esterhazy solicitó el traslado del cadáver, emprendiendo los funcionarios el trabajo de exhumación. Un discípulo del compositor, Sigismund von Neukomm, muy previsor, había gestionado la construcción de una lápida, por lo que no resultó difícil encontrar la tumba entre la de tantos finados sin nombre. Cuando los funcionarios abrieron la caja vieron espantados que no habían sido los primeros en valerse de la lápida para localizar al músico: alguien se les había adelantado y se había llevado la cabeza.
No cabe duda de que la parte más valiosa de un gran músico no son las manos, sino la cabeza que las rige, pero esto, a simple vista, no justifica que a uno le sustraigan el cráneo y le descuiden el resto. Pero en época de Haydn existía una pseudociencia, más o menos establecida, según la cual las facultades mentales se encontraban en áreas específicas del cerebro; el desarrollo de estas facultades propiciaría un crecimiento significativo de estas áreas, y ellas, a su vez, producirían una alteración morfológica en el cráneo del sujeto. El creador de esta doctrina, que se vino a llamar Frenología, fue el médico vienés Josef Gall. Obsesionado con la idea de la observación, el hombre empleaba gran parte de su tiempo en estudiar los cráneos de sus hijos y de sus amigos, y aún de locos, pecadores y sinvergüenzas, que muchos de ellos residían en la terrorífica "Narrenturm" o "Torre de los locos" de Viena.
Un secretario de Nikolaus II y un oficial penitenciario llamados Rosenbaum y Peters, ambos fieles seguidores de la frenología, fueron los autores del robo. Los bribones habían sobornado al enterrador para que les facilitara el acceso a la tumba y les vigilara el proceso de decapitación. Cuando el príncipe recibió el cadáver incompleto montó en cólera y puso en marcha una investigación rigurosa para atrapar al ladrón. Identificados, los saqueadores se las ingeniaron para conservar el cráneo original, escondiéndolo en el relleno de un colchón. Años después el cráneo fue devuelto y estudiado por médicos y anatomistas hasta que al final, en 1954, lo restituyeron a su cuerpo original. Por fin, cuerpo y cabeza reposan juntos en una tumba en Burgenland. El portal Europeana, para quienes tengan curiosidad, ofrece un enlace a la Biblioteca Nacional de Austria en la que puede uno admirar una fotografía del ínclito cráneo de Haydn: (Pincha aquí para ver el cráneo de Haydn)
No acaban con los de Haydn los periplos de las cabezas perdidas. También tienen mucho recorrido las de Mozart y Beethoven, que sirvieron a la ciencia, entre otras cosas, para analizar las razones de sus múltiples dolencias. Tal vez nos interese más la de Beethoven. De ella se extrajeron los huesos temporales y los huesos del oído, propiciándose una minuciosa observación de sus nervios auditivos. Los restos fueron a parar en su momento al Museo Anatómico de Viena, de donde terminaron por desaparecer. La cabeza de Mozart tiene su propio misterio. El Mozarteum de Salzburgo posee un cráneo atribuido a Mozart. Hace unos años se realizaron pruebas de ADN a dos personas que afirmaban ser sus parientes y fueron contrastadas con otras pruebas operadas sobre el despojo. Los resultados ni confirmaron ni desmintieron esta atribución. Por tanto, no podemos afirmar si la cabeza que conserva celosamene el Mozarteum pertenece a Mozart o a otro personaje.
Los músicos tienen un gran repertorio de vaivenes. Se conocen las demencias de Schumann; las alucinaciones que le surgían a Chopin desde el abismo de su piano; o los arrebatos de Haendel, que quiso arrojar por la ventana a una soprano que no quería cantar un aria. Rachmaninov recurrió a la sanación por hipnosis; Berlioz, al comprender que su amada se había comprometido con otro se procuró dos pistolas para liquidar a su oponente; y Carlo Gesualdo apuñaló a su mujer y su amante en un rapto celoso, sometiéndose más tarde a episodios de flagelación. Y aún recientemente he aprendido que Prokofiev era un peligro al volante, y que se provocó más de un accidente. En fin, veamos qué conclusiones nos depara la lectura del libro que me han sugerido, y qué herramientas nos ofrece para que no perdamos la cabeza ni los músicos ni quienes nos acompañan. Yo, si puedo, prometo seguir todos sus consejos.
No acaban con los de Haydn los periplos de las cabezas perdidas. También tienen mucho recorrido las de Mozart y Beethoven, que sirvieron a la ciencia, entre otras cosas, para analizar las razones de sus múltiples dolencias. Tal vez nos interese más la de Beethoven. De ella se extrajeron los huesos temporales y los huesos del oído, propiciándose una minuciosa observación de sus nervios auditivos. Los restos fueron a parar en su momento al Museo Anatómico de Viena, de donde terminaron por desaparecer. La cabeza de Mozart tiene su propio misterio. El Mozarteum de Salzburgo posee un cráneo atribuido a Mozart. Hace unos años se realizaron pruebas de ADN a dos personas que afirmaban ser sus parientes y fueron contrastadas con otras pruebas operadas sobre el despojo. Los resultados ni confirmaron ni desmintieron esta atribución. Por tanto, no podemos afirmar si la cabeza que conserva celosamene el Mozarteum pertenece a Mozart o a otro personaje.
Los músicos tienen un gran repertorio de vaivenes. Se conocen las demencias de Schumann; las alucinaciones que le surgían a Chopin desde el abismo de su piano; o los arrebatos de Haendel, que quiso arrojar por la ventana a una soprano que no quería cantar un aria. Rachmaninov recurrió a la sanación por hipnosis; Berlioz, al comprender que su amada se había comprometido con otro se procuró dos pistolas para liquidar a su oponente; y Carlo Gesualdo apuñaló a su mujer y su amante en un rapto celoso, sometiéndose más tarde a episodios de flagelación. Y aún recientemente he aprendido que Prokofiev era un peligro al volante, y que se provocó más de un accidente. En fin, veamos qué conclusiones nos depara la lectura del libro que me han sugerido, y qué herramientas nos ofrece para que no perdamos la cabeza ni los músicos ni quienes nos acompañan. Yo, si puedo, prometo seguir todos sus consejos.