Me he enterado con mucho pesar de que el pianista húngaro Andras Schiff se enfadó muchísimo con el público de Oviedo durante uno de sus últimos recitales. Por lo visto, el respetable no dejó de incordiar al maestro con arranques de tos, sintonías de moviles y envoltorios de caramelos, y este, a su vez, no ocultó su malestar y su desaprobación. Hay otros maestros que, además, detienen el recital para increpar a un asistente por una u otra razón, Daniel Barenboim o William Christie, por ejemplo, son muy dados a reaccionar así. Esto no ocurre solamente en la música clásica. También los demás estilos tienen que lidiar con más de un pertinaz, y me viene a la memoria el día en que los Guns N' Roses interrumpieron un concierto por las molestias causadas por un fantasma...
El caso es que un concierto de música clásica requiere un código de conducta muy bien establecido que, en principio, nadie debería descuidar, y consiste básicamente en que solistas o agrupaciones musicales ofrecen lo mejor de sí mientras la audiencia escucha y evalua en silencio, evitando o suprimiendo cualquier ruido que pueda perturbar el buen hacer de los artistas. Este acuerdo es una invención relativamente reciente. Nuestro sistema de escucha atenta y exclusiva no se daba en tiempos de Mozart, y parece probado que entonces la música podía ser interrumpida con aplasos, gemidos y aspavientos, sin que eso generase una perturbación particular en el discurso musical. Se trataría de algo parecido a lo que acontece en el mundo del Jazz, donde se aplaude al solista al término de su intervención mientras la música continua sonando.
Parece que el origen del concierto se lo debemos a John Banister, un compositor inglés del siglo XVII, que fue expulsado de la corte por hacer algún comentario desafortunado sobre la inclusión de músicos franceses en la banda real. Dicen las fuentes que se dedicó a organizar conciertos privados, y que los cobraba a un chelín, y que este pago daba derecho a los asistentes a elegir la música que querían escuchar. Aquí comienza la gente a desplazarse a un local con el solo propósito de escuchar música. Hasta entonces no parece que la música haya gozado de la atencion exclusiva que podría merecerse. Y así hay muchas obras de grandes maestros que debieron pasar desapercibidas en el transcurso de celeberaciones reales o de eventos sin demasiada importancia.
Con Banister, pues, se inicia una lenta aproximación de la escucha musical profana al pueblo llano, y se establece esa especie de contrato tácito según el cual el público tiene que permanecer callado y quieto en sus butacas mientras escucha la música que le propone un conjunto profesional. Esto parece mucho pedir, y por eso se han desarrollado maneras de expresarse que, en cierto modo, son herencia de un pasado menos rígido y etiquetado: el uso del móvil, la narración instantánea a través de la red social, el cuchicheo, y la tos. Esta última es la que más se da entre la asistencia, pues de alguna manera el causante sabe que no se le puede reprochar tanto el toser como el usar un dispositivo electrónico.
Sobre el fenómeno de la tos se han han ofrecido muchas soluciones: taparse la boca con un pañuelo para sofocar el sonido o sencillamente evitarla. Pero quien ha llegado más lejos en el estudio de este asunto es sin duda Andreas Wagener, que en 2012 publicó el artículo "Why Do People (Not) Cough in Concerts: The Economics of Concert Etiquette". En este trabajo el autor expone los motivos por los que el público tose en los conciertos, e invalida, de paso, los intentos aportados por unos y otros para evitar esta molestia, al afirmar que esta tos, además de contagiosa, es intencionada. Se basa en que si la tos fuera accidental ocurriría indistintammente en cualquier momento del concierto, y no con mayor frecuencia en los movimientos lentos y en los pasajes recogidos. Afirma, asimismo, que las interrupciones por tos se dan con mayor frecuencia en conciertos de música atonal que en las obras clásicas más familiares. De hecho, parece probado que cuando los intérpretes reprenden al público por el exceso de tos, esta ya no vuelve a darse en todo el concierto, de donde se desprende que tanto la tos como la supresión de la misma son en cierto modo el producto de decisiones voluntarias.
Se ha observado, también, que se trata de un fenómeno contagioso, pues una simple tos aislada produce invariablemnte una reacción encadenada de toses de igual o superior intensidad. El psicólogo americano James Pennbaker afirmó en su trabajo "Perceptual and Environmental Determinats of Coughing" que "la gente es más propensa a la tos si oye toser a otros, y cuanto más cerca se encuentra una persona de alguien que tose, mayor es la probabilidad de que esta también lo haga". Por su parte, el citado Wagener ha observado los motivos por los que la gente tose en los conciertos: para expresarse sin la intención de producir un cambio significativo; para emitir un comentario sobre la calidad de la ejecución musical; o para compensar las estrecheces de una etiqueta sumamente estricta que obliga al personal a permanecer inmóvil y callado, y a posponer o suprimir algunas funciones vitales.
Sepan ustedes, amables lectores, y con esto ya concluyo, que escribo este texto en Madrid, en mitad de la vorágine causada por el estallido del famoso virus, la recalcitrante neumonía de Wuhan o Coronavirus, si se prefiere. Hasta hace pocas semanas, el asunto del toser no era considerado con demasiada severidad en ningún ámbito. Y así todo el mundo iba tosiendo a sus anchas sin poner parapetos ni medir consecuencias. Ignoro, pues, qué suerte correrá este hábito en el futuro, pero tengo la impresión de que, en adelante, el público se lo pensará dos veces antes de abandonarse a las toses en un concierto o un recital, por miedo de llevarse un buen sopapo de cualquier vecino de butaca, escarmentado, y temoroso de un rebrote de esta incómoda dolencia.