No me refiero a los cementerios de verdad como los de París, que albergan
las tumbas de músicos insignes como Chopin, Poulenc, Grapelli o Petrucciani. En
estos yacen los muertos bien identificados con sus bellas tumbas, y los visitantes
leen las inscripciones mientras los gatos acechan desde los
sombríos panteones. Recientemente visité el cementerio central de Boston. Allí,
los finados reposan en el anonimato porque el clima ha erosionado los grabados,
y las lápidas no son más que piedras grises sin identificar. Sus habitantes son
soldados que murieron durante la Revolución, extranjeros, patriotas americanos
que dieron su vida en la batalla de Bunker Hill, y también está el compositor William
Billing. Contemplar todas estas lápidas me hizo recordar a Debussy y
a su pequeña obra “Pour un tombeau sans nom”.
Y hablando de muertos, me ha llevado el recuerdo a mis
tiempos de estudiante en el Conservatorio de Las Palmas. Se ha repetido muchas veces que en este habitan fantasmas de todo tipo. Todos
sostenían haber visto formas flotantes, que de repente se impregnaba el centro
de olor a rosas, que los ascensores se accionaban
solos, que se oían voces y que en las aulas sonaban los instrumentos sin que se
diera la interacción humana. No recuerdo quién me contó, o dónde leí, que el
fenómeno de las voces y los sonidos obedecía simplemente a una razón acústica, según
la cual las ondas sonoras rebotaban permanentemente en las paredes, cosa que también
explicaría, de ser cierta, el asunto de las psicofonías.
Yo ensayaba en el aula 602, en un piano vertical marrón, y
no creo exagerar si afirmo que durante mis tres últimos años de estudios aporreé
ese piano durante al menos ocho horas diarias. Creo que si es correcta la
afirmación del fenómeno acústico hay mucho de mí en ese aula, pero no sé si las
ondas sonoras habrán permanecido rebotando en sus paredes durante veinte años.
A mí me gusta pensar que sí, y que los alumnos que acuden a clase de solfeo en
la 602 escuchan mi versión del Valle de Obermann de Liszt, del Etude
para las sextas de Debussy, del concierto en fa de Gershwin o de
la Prole do bebe, de Villa-Lobos (creo que fue tocando esta última que
rompí un martillo de ese piano).
Me pregunto si estas energías permanecen también en las
casas en que he vivido en Madrid. Dicen que cuando te vas a vivir a una casa en
la que han matado a alguien tarde o temprano te ves invadido por las energías
negativas asociadas al crimen, aún cuando no sepas que ahí ha acontecido un
evento de semejante magnitud. Hay quien sugiere que esta circunstancia debería
estar tipificada en la ley de arrendamientos urbanos, y que el inquilino
debería saber esto antes de aventurarse a vivir ahí. Donde yo he vivido he
dejado música, ojalá los nuevos inquilinos se impregnen de las notas de las
Suites Inglesas, de la maravillosa Opus 2 Número 3 de Beethoven o del
Sposalizio de Liszt…
No me inspiran los mismos sentimientos los lugares en los
que he dado algún concierto aislado, las iglesias en que he tocado las Marchas Nupciales,
o los convites en que he hecho alarde de un repertorio plagado de boleros, standards
de jazz, canciones de películas o cualquier otro género que podría llamarse
secundario. En estos lugares no he pasado el tiempo suficiente como para
establecer un vínculo memorable y en el recuerdo no los contemplo más que como
escenario de anécdotas divertidas, y muy bien pagadas. Sólo recuerdo con
mucha intensidad un episodio singular que me ocurrió en un restaruante chino de San Francisco
en que había un piano. Antes de cenar toqué “Someone to watch over me” de Gershwin,
y una americana se apresuró a cantarla a mi lado. El dueño, entusiasmado,
me ofreció trabajar para él, con contrato y gorra, pero rechacé la oferta y me
volví a Madrid.
También quería, a su manera, que trabajara para él el dueño
de una cafetería cercana a mi casa que había puesto un piano en mitad del
local. Yo iba allí muy a menudo a tomar café y tarta de queso, y casi siempre
tocaba unas cuantas canciones para el público, que aplaudía en las dos primeras
y luego dejaba de hacerme caso para reconcentrarse en sus propios asuntos. No
tocaba música clásica en este lugar, pero me gustaba, no esperaba que me
pagaran nunca, y siempre repetía. La última vez que toqué allí fue en mi cumpleaños,
no hace mucho, y recuerdo que toqué “New York State of Mind”, de Billy Joel.
Creo que no la toqué muy bien. Poco después quise volver a tomar ese exquisito
café y una porción de tarta de zanahoria, pero me encontré con que, de la noche
a la mañana, el hombre había cerrado el local y había desaparecido… Miré a
través del cristal y vi que no quedaba ni un solo mueble, ni las mesas, ni la
barra, ni el piano, solo un cartel que anunciaba la disponibilidad del local.
Me sentí mal al pensar en mis pobres notas, rebotando incesantemente entre esas
paredes desnudas; no obstante, me encogí de hombros, caminé unos pocos pasos y
entré a probar suerte en otra cafetería: el café era repugnante, y no he vuelto nunca más.
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