viernes, 8 de junio de 2018

El Juicio Final de Antonio Salieri. Escena I



[En la Gran Sala de la Audiencia del Juicio Final. Entran el séquito de Ángeles y Salieri. Entra el Juez y toma asiento en el Gran Trono Blanco. El Juez toma el Gran Libro de la Vida y busca detenidamente el capítulo de las obras de Salieri; lee con mucha atención y de cuando en cuando levanta las cejas ante las noticias de sus acciones. Al término de su lectura cierra el libro lentamente, pero con severidad, y evalúa al procesado unos segundos antes de interpelarle]

JUEZ: Señor Salieri, estoy sobrecogido por la magnitud de tu obra. Son pocos los compositores que, aun compartiendo contigo la gracia de una vida larga, han sido capaces de producir semejante catálogo. ¡Cerca de cuarenta óperas! Y además Oratorios y Cantatas Sagradas, cinco Misas, dos Réquiems obras de iglesia que serán tenidas en cuenta a tu favor al pronunciarme sobre la legitimidad de tus acciones. Entonces te llamaré junto a los bendecidos o te arrojaré al Lago de Fuego donde te consumirás eternamente por los pecados que se te atribuyen. Porque has de saber que pesa sobre ti las más terrible de las acusaciones, el asesinato. Sí, muchos sostienen que envenenaste a Mozart causándole la muerte, luego de haber manipulado a su entorno para tu propio beneficio, y de haber intentado apoderarte de la autoría de su Réquiem. ¿Qué tienes que aportar en tu defensa?

SALIERI: Que no son más que invenciones propagadas por el ideario exagerado del Romanticismo, Excelencia: unas publicaciones alemanas que sostenían que yo había confesado haber envenenado a Mozart, atormentado por la culpa. Nunca aceptaron los alemanes que un italiano fuera el preferido de sus Emperadores. A los pocos años de mi fallecimiento, Pushkin se apoderó de la leyenda y compuso una insignificante obra de teatro, Mozart y Salieri, en la que me presenta como un compositor mediocre que envenena al joven prodigio por simple envidia. Esta pequeña tragedia fue reprobada por la crítica, que acusó al autor de tergiversar la evidencia histórica. Muchos críticos se preguntaron si existía realmente alguna prueba que avalase la tesis del envenenamiento. 

JUEZ: Pero son muchos los que afirman haberte oído decir que envenenaste a Mozart en un rapto de locura, señor Salieri. Según publicó el periodista Johann Schich en febrero de 1824 los niños y los locos siempre dicen la verdad, así que se puede apostar cien contra uno que las confesiones de Salieri se corresponden con la realidad.

SALIERI: Siempre se ha sabido que el loco afirma y sostiene no estar loco, de donde el loco empieza ya mintiendo desde su propia naturaleza. Y aún aceptando la dudosa afirmación de este cronista, ¿habría entonces que creer a todos los dementes que en un momento u otro de la historia han afirmado ser Napoleón o mensajeros de Dios?

No tiene fundamento condenarme al Fuego Eterno en base a unos chismes propagados por aires inciertos. Ninguna acusación aporta pruebas científicas que avalen el envenenamiento. La viuda Constanza escribió que Mozart aseguraba haber sido envenenado con Aqua Toffana, pero diversos investigadores descartaron esta posibilidad. Permítame aportar como prueba exculpatoria el trabajo del Dr. Orlando Mejía La historia clínica de Wolfang Amadeus Mozart (Salieri saca de una carpeta el artículo científico y lee en voz alta): Desde el punto de vista clínico es improbable que, en efecto, él hubiese recibido el Aqua Toffana. Esta poción estaba formada por plomo arsénico y cimbalaria. Su sintomatología consistía en () la presencia de una neuropatía periférica y un deterioro mental progresivo, que no son compatibles con la evolución de la patología de Wolfang Amadeus.  El doctor concluye afirmando que, desde el punto de vista histórico y médico, se puede sustentar que Wolfang Amadeus no fue envenenado por el Aqua Toffana ni otros metales pesados, ni por otras sustancias venenosas que estuviesen disponibles en la Viena de finales del siglo XVIII.

Además, Leopold Mozart, obsesionado con la idea de ingeniar una enorme biografía para su hijo, tomó nota detallada de cada enfermedad y cada dolencia que padeció el compositor, de suerte que llegaron a contarse alrededor de 160 diagnósticos clínicos todos ellos sin duda agravados por su temperamento volátil, su desequilibrada vida marital y su amor por los licores. Yo, en cambio, me mantuve siempre lejos de los vicios (sólo sentí una ligera inclinación por los pasteles), y llevé una vida familiar sin tacha. A mis cuatro hijos legué todos mis bienes, que fueron abundantes. ¿Qué legó Mozart a los suyos?

FIN DE LA ESCENA PRIMERA. ENLACE A LA ESCENA II

El Juicio Final de Antonio Salieri. Escena II


JUEZ: Se ha afirmado en numerosas ocasiones que la miseria de Mozart tuvo justificación en las innumerables trampas que pusiste en su camino, así como en diversas conspiraciones incoadas con la intención de que sus óperas no se representasen. Ahórrate decir que Haydn y Beethoven podrían haber sido también víctimas de tus tropelías, porque es bien sabido que ni uno ni otro podían competir contigo en la composición de óperas: sólo Mozart representaba un obstáculo en tu camino.

SALIERI: Las afirmaciones son ciertas, pero ¿quiénes son los autores de estas acusaciones? Wolfang y Leopold, obsesionados con que yo era el principal impedimento en su carrera ¿Y cómo podríamos rivalizar cuando llegamos a componer una Cantata juntos, cuando incluso llegué a ser profesor de uno de sus hijos? Y aun aceptando que hubiera rivalidad, ¿acaso no puede existir rivalidad entre los artistas? Fue Mozart, y no yo, quien dejó evidencia escrita acerca de sus diferencias con sus contemporáneos intérpretes y compositores. De Clementi escribió que era un charlatán y que tocaba el fortepiano sin sensibilidad. ¡Ahí tenemos otra vez a Mozart arremetiendo contra un italiano!

La mayor rivalidad tuvo su fundamento en un episodio al que Mozart y su padre dieron demasiada trascendencia. Resultó que la princesa Elisabeth Wilhelmine de Wurtemberg, prometida de Francisco II, había llegado a Viena en noviembre de 1781. La princesa requería con urgencia una educación musical elevada y tanto Mozart como yo solicitamos el puesto de profesor. El Emperador me eligió a mí por ser más hábil en la enseñanza del canto, pero también por gozar de un carácter más templado ¿Qué iba a hacer el Emperador? ¿Ofrecerle intimidad con su sobrina a un joven disoluto, enfermizo y amante del vino, a un muchacho desordenado y anárquico, que ya había dado muestras de desobediencia a sus patrones? El Emperador se ha puesto en mi camino escribió Mozart, porque no le importa nadie más que Salieri. Y aún cinco años más tardes persistían las teorías de la conspiración con motivo del estreno de Le nozze di Figaro. Escribió Leopold: Le nozze di Figaro será representada por primera vez el día 28; será muy significativo si resulta un éxito, pues sé que hay extraordinarias conspiraciones contra ella. Salieri y sus seguidores volverán a remover el cielo y la tierra. Existen muchas pruebas que dan fe de la manía persecutoria que en realidad tenía Mozart contra mí, y más bien tendría que haber sido yo, y no él, quien temiera el envenenamiento.

Mozart obtuvo al menos la gracia de ser nombrado Kammerkomponist, pero para entonces José II ya me había nombrado Maestro de la Capilla Imperial: mis asignaciones aumentaron y llegué a percibir algo más de dos mil florines al año, pues también mantuve mi puesto como Director Musical de los Teatros de la Corte. Créame, nunca he negado que los logros artísticos de Mozart fueran superiores a los míos, yo tenía talento, él tenía genio, nunca lo dudé; ambos codiciábamos lo que al otro le hacía destacar, yo le envidiaba a él, y él a mí.

Pero eso no justifica que quisiera apoderarme de su Réquiem. Esta historieta no es más que una reelaboración del mito impulsada por el dramaturgo Peter Schaffer y el cineasta Milos Forman. No les culpo, los compositores no tienen tiempo para labrarse una biografía llamativa; la mayoría suele ser un compendio más o menos divertido de las circunstancias en que se fraguaron sus obras. Así que si alguien quería hacer una biografía de Mozart debía salpicar la verdad con elementos arquetípicos, como es el caso, usted me perdonará, de Abel y Caín, un arquetipo con el que muchas veces se han identificado los personajes de Mozart y Salieri. En el arte la verdad no basta. 

FIN DE LA ESCENA II. ENLACE A LA ESCENA III.

El Juicio Final de Antonio Salieri. Escena III

JUEZ: ¡Me aburre grandemente esta divagación estética, señor Salieri! estoy ansioso por conocer tu versión de los hechos acerca de la autoría del Réquiem, pues he de reconocer que tu defensa está siendo muy convincente, a la par que ilustrativa.


SALIERI: Yo no podría haberme atribuido la composición del Réquiem de Mozart, como mucho podría haberme adueñado de los fragmentos que llegó a terminar antes de morir, es decir, el Introitus, el Kyrie, gran parte de la Sequentia y ocho compases del Lacrimosa. Habiendo dejado inconcluso un encargo que prometía beneficios, la viuda hizo que el infeliz Süssmayr concluyera la obra, sin duda para poder entregar la partitura en el tiempo establecido y, como no, para cobrar los honorarios. ¿Y qué suerte ha corrido el nombre de Süssmayr? Un compositor más o menos brillante, cuya aportación a la historia de la música no reside en el reconocimiento de su propia obra, sino en las migajas que aportó al gran Réquiem de Mozart. ¿Qué ganó para sí mismo el pobre infeliz?

Sin embargo, ni él ni yo quisimos atribuirnos el Réquiem. Fue el astuto conde Walsegg quien lo pretendió, codicioso y embustero. Este noble encargaba obras a los compositores más audaces, y luego las estrenaba en su castillo haciéndolas pasar por suyas. Su joven esposa, Ana, había muerto, y él quiso conmemorarla con una gran misa de Réquiem. Fue un siniestro mensajero suyo quien llamó a la puerta de Mozart para hacerle el encargo. El conde Walsegg estrenó el Réquiem, poniendo su nombre en lugar del de Mozart, el 14 de diciembre de 1793.

Por lo tanto, Excelencia, habiendo hecho acopio de los acontecimientos históricos y de las evidencias científicas, le ruego que considere todas las acusaciones que pesan contra mí como falsas, abyectas y repugnantes, y me conceda, pues, la gracia de entrar junto con los bendecidos en el paraíso eterno. Mi música, por más que he tenido fervientes admiradores durante los siglos pasados, se ha visto ensombrecida por la de Mozart; ni siquiera aquéllos que han defendido mi inocencia con mayor intensidad han invertido mucho tiempo en escuchar mi obra, por oposición al que han dedicado a la de Mozart; en las estanterías de los melómanos de todo el mundo se amontonan las grabaciones integrales de las sonatas de Mozart, las Sinfonías y acaso alguien posee alguna versión digna de encomio de mi música instrumental o de mis óperas. ¿No es esto suficiente castigo para alguien que consagró su vida a la composición de música?

JUEZ: En efecto, señor Salieri, he escuchado con suma atención tus alegaciones, y en verdad que es hora ya de pronunciar sentencia, pues se amontonan los procesados tras esas puertas, y aún tengo innumerables causas que escuchar. Por lo tanto, y habida cuenta de las pruebas que has presentado, te declaro inocente de haber impedido el ascenso de Mozart con artimañas que fueran más allá de la razonable rivalidad entre músicos, inocente de haber envenenado a Wolfang Amadeus con Aqua Toffana o cualquier otro veneno disponible, e inocente de haber pretendido apoderarte de su Réquiem. Puedes atravesar la Gran Puerta y acceder al Paraíso, pues te lo has ganado justamente.

(Salieri hace una sincera reverencia y se retira por la Gran Puerta, escoltado por un séquito de ángeles)

Bien, según el listado ahora debería juzgar a un tal Rasputín, pero reconozco que este asunto de Mozart y Salieri me ha llenado de curiosidad, y también de una cierta indignación por el maltrato que ha sufrido este pobre músico italiano. Así que, sin que siente precedente, me saltaré el protocolo y llamaré a los personajes de este singular drama para proceder a su condena inmediata. ¡Que entre Pushkin inmediatamente! ¡Y que alguien me deje escuchar algo de la música de Salieri!

FIN DE LA ESCENA III. 




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