Hace varios meses se celebró en la Biblioteca Nacional de Madrid, una completa exposición sobre la figura del poeta Miguel Hernández. Sus nutridas salas albergaban numerosos documentos sobre la vida y la obra de este insigne alicantino, complementadas con pinturas, fotografías y escritos de sus coetáneos, y también con documentos sobre su encarcelamiento y su muerte. Cuidadosamente enmarcada se encontraba una hoja manuscrita con los versos de la famosa Nana de la Cebolla, sugerida por una carta de su mujer en la que afirmaba no alimentarse de otra cosa que de cebolla y pan. Recordemos estos versos sobrecogedores: "en la cuna del hambre mi niño estaba, con sangre de cebolla se amamantaba", o "Vuela niño en la doble luna del pecho: él, triste de cebolla, tú, satisfecho". Cuna y luna, dos imágenes siempre vinculadas a las nanas que, naturalmente no han pasado inadvertidas para los otros poetas, los grandes compositores de música del Romanticismo. Indaguemos un poco sobre ello.
La Nana se corresponde con la Berceuse, la forma musical que reune las características propias de una canción de cuna, esto es, una melodía tenue, sinuosa y expresiva, sobre la base de un acompañamiento que ha de hacer las veces del vaivén de la cuna. Por eso su compás característico debe tener un componente ternario, pues el tres representa mejor que otro número el movimiento circular; el cuatro, en cambio, es más propio de la cruz, y por ello se emplea el sentir cuaternario en las representaciones musicales de la crucifixión. Se le atribuye a Chopin, como otras tantas cosas, la creación de la Berceuse como forma musical. Detengámonos a escuchar esta joya del piano romántico, antes de proseguir analizando el fundamento de la Canción de Cuna.
No es casualidad que la Berceuse nazca y se desarrolle principalmente en el siglo del Romanticismo. El criterio que subyace en esta idea es el logro de Beethoven de desvincular al artista del yugo del encargo y de la servidumbre. Hasta Beethoven el compositor no era más que un operario al servicio de un soberano, un príncipe o un arzobispo; y su música, el producto de un encargo que en la mayoría de los casos carecía del interés de la perdurabilidad. No nos alarma, entonces, que tantas obras de los períodos anteriores hayan desaparecido por el descuido y la torpeza; ni tampoco nos sorprende que en esta época un músico profesional fuera, asimismo, un experto improvisador, y en la improvisación alcanzase su ideal de expresividad. Piénsese en Bach, ¿no se ha dicho acaso que la mayor cantidad de música que rezumaron sus dedos se diluyó en improvisaciones? De Mozart, ¿no se ha caracterizado hasta la saciedad al maestro austriaco como un gran improvisador?
Pero cuando Beethoven pone en marcha el Romanticismo musical lo hace situando al artista en el punto más alto de la montaña, desvincula al músico de sus obligaciones palaciegas, no compone lo que se le exige. Beethoven se rasga el traje de lacayo que vistió Haydn durante toda su vida. Su obra, por tanto, cobra importancia por sí misma y por esa razón debe tener un carácter perdurable, atravesar el espacio ilimitado. Este es el gran ideal de nuestra cultura, una cultura que produzca un arte que se derive hacia el infinito, en contraposición al ideal clásico, que no se preocupó más que de las cosas próximas y omitió su proyección hacia el futuro. Los dioses del panteón clásico, por ejemplo, se encuentran en el Monte Olimpo, en un punto geográficamente delimitado, al acceso de cualquiera; los nuestros se hallan más allá de las fronteras humanas, adonde no alcanzan las herramientas físicas.
En este contexto del devenir hacia delante se entiende que se le preste a la figura del Niño la atención debida. "En todo arte de la figura humana que aspire a tener significación simbólica" -afirma Spengler- "el niño caracteriza la duración en la transición de las cosas, la infinitud de la vida; por eso el arte occidental cuenta entre sus mejores y más íntimas creaciones retratos de niños y cuadros de familia (...) En la idea de maternidad se comprende el devenir infinito. La mujer madre es el tiempo, es el sino". Esta es la causa de que el Siglo Romántico, en manifiesta oposición a los anteriores, contenga en música tantas alusiones al mundo infantil, ya no sólo en las numerosas Berceuses registradas, sino en obras como las de Schumann, cuyas Escenas de Niños son pieza clave en el piano del siglo XIX.
Con todo, la cuna es un símbolo que se relaciona con el de la luna creciente, símbolo a su vez de la transitoriedad. Y como todo símbolo tiene también su aspecto nefasto. La luna creciente, que adopta la misma forma que la luna menguante, posee vértices cortantes, y en este sentido se vincula notablemente con la hoz, y aún con la guadaña, y en consecuencia, con la muerte. Recordemos los versos de Lorca: "Por el cielo va la luna, con un niño de la mano"; la misma luna dice "Niño, déjame que baile, cuando vengan los gitanos te encontrarán sobre el yunque con los ojillos cerrados". Los compositores tampoco han sido ajenos a la tragedia de la muerte de un niño. Dvorak compuso su sobrecogedor "Stabat Mater" al poco de perder a sus tres primeros hijos; y Mahler puso música a los versos de Rückert, nacidos del dolor por la muerte de los suyos. Se dice que mientras componía la música para estos poemas, su esposa le suplicaba que no tentara a la suerte. Pero la suerte es aveces caprichosa, y se complace al promover las más crueles paradojas, y de esta forma decidió que tres años después de que Mahler compusiera sus "Canciones para los Niños Muertos", su hija Maria falleciera víctima de la escarlatina...
Escuchemos ahora un poco de este interesante y vasto repertorio:
Escuchemos ahora un poco de este interesante y vasto repertorio:
1.- Fauré: Berceuse
2.- Schumann: Traumerei, de Escenas de Niños
3.- Mahler.- 1ª de las Kindertotenlieder
4.-La canción de cuna más versionada de la historia, Summertime, de Gershwin, en su versión original
Otros Enlaces:
Berceuse del Pájaro de Fuego de Strawinsky
Berceuse de Dolly, de Gabriel Fauré