A poco nos hemos visto los canarios de contar con la isla nona, que por momentos se dijo de los útlimos seísmos que habrían de provocar el nacimiento de una nueva ínsula. Y digo nona, y no octava, por quienes afirman haber visto, envuelta en misteriosa bruma, la escurridiza isla de San Borondón, aquélla que dicen entrever en ocasiones los herreños, y que tan pronto están las naves cercanas a su costa, se confunde con la niebla y desaparece. La leyenda que se oculta tras este singular avistamiento es la del monje irlandés llamado San Brandán, que zarpó allá por el siglo VI junto a catorce compañeros en una miserable embarcación, proa al jardín de las Delicias. Buscando en aguas canarias dónde celebrar la misa de Pascua dieron con una extraña isla, desembarcaron en ella y prepararon los aparejos adecuados para dar cuenta de un sabroso corderillo. Pero a medio del banquete la isla despertó entre lamentos y temblores, y de ello juzgaron los irlandeses hallarse sobre el lomo de una bestia marina. Posteriormente, la conquista de las canarias adoptó la leyenda de esta misteriosa isla que aparecía y desaparecía, hasta que al fin, el historiador Abreu Galindo aportó las coordenadas de su exacta ubicación, a saber, diez grados y diez minutos de longitud, y veintinueve grados y treinta minutos de latitud. Aquí podrá encontrar el navegante interesado la Isla de San Borondón.
Con estos precisos datos a mano, ya sólo nos quedaba a los canarios esperar del sismo volcánico que surgieran los picos de la Atlántida, esta isla legendaria de habitantes pendencieros que, antes de envilecerse por la soberbia y las conquistas, habían dado muestras de un carácter intachable, recto y compasivo. Platón habla de la suerte de los atlantes en sus obras Timeo y Critias, y de ellas puede desprenderse, no sin recurrir un tanto a la imaginación -y así lo han hecho ya numerosos eruditos-, que la Atlántida habría de encontrarse sumergida en aguas próximas a las canarias. Triste suerte la de los Atlantes, que sucumbieron por su soberbia a la ira de los dioses, y por ello quedaron hundidos tras una terrible inundación.
Pero no sólo a los filósofos y a los geógrafos les ha sido dado el ubicar la Atlántida en tierras españolas. Así lo hizo también Manuel de Falla en esa partitura, largo tiempo trabajada, inconclusa, cuyos esbozos manuscritos fueron hallados, tras su muerte, en un escritorio. Casi veinte años hacía que trabajaba el compositor gaditano en este Oratorio Escénico sobre la isla mítica, inspirado a su vez por los versos del poeta Jacinto Verdaguer. En ellos se cuenta que Colón llegó a las costas peninsulares tras un naufragio, y atendido por un ermitaño, supo de éste las historias de la Atlántida, de reinos lejanos y sumergidos que, a la postre, inculcaron en el descubridor la idea de nuevos mundos. Pero al morir Falla dejó esta magna obra sin terminar y fueron enviados los manuscritos a su ex alumno Ernesto Halffter, quien se encargó de finalizar la tarea respetando en todo momento la brillantez y el estilo de su maestro.
Parece ser común del inconsciente colectivo el crear símbolos universales que se dan con mayor o menor similitud entre diversas culturas, distantes en el espacio y en el tiempo. La imagen de la isla o ciudad mítica que acaba sepultada por las inundaciones divinas es tan antigua como persistente, y en este sentido son muchas las culturas que cuentan un castigo semejante en sus mitologías. La historia de la ciudad de Ys, también sumergida por la ira divina, le es conocida a los estudiosos de los mitos celtas. De ella cuentan los bretones que no había ciudad más próspera y virtuosa en todo el orbe conocido, mas pronto fueron sus habitantes muy solícitos de la impiedad y al cabo fueron sepultados por las mareas. Sostiene el autor de Mondoñedo Álvaro Cunqueiro que el pecado mayor era el incesto, y que éste se daba holgadamente entre padres e hijas.
Gran conocedor de las mitologías del mundo, Debussy compuso una de las páginas más importantes de la literatura pianística basándose en el hundimiento de la ciudad de Ys, y vino a llamarla "La cathédrale engloutie", o La Catedral Sumergida. La ciudad de Ys, como hemos visto, fue sumergida por las inundaciones por la impiedad de sus habitantes, pero se le permitió surgir de las profundidades durante unos breves instantes al amanecer, para advertencia de las ciudades vecinas. Así cada día, si uno sabe aguardar pacientemente, puede observar cómo emergen de las aguas las cumbres de su imponente catedral, y si presta atención y tiene oído fino, le llegarán lejanos los tañidos de sus campanas, los murmullos de sus cantos maitines, los acordes de su órgano dorado...Quien no se encuentre en tierras bretonas hará mejor en recurrir al extraordinario preludio de Debussy, si quiere conocer todas estas cosas inauditas.
Debussy fue un viajero infatigable, toda vez que la mayoría de sus periplos se los sufragaba su mecenas Von Meck, aquélla que también había costeado las urgencias de Tchaikovsky; se sabe que durante su período de formación le fue dado visitar Italia, Suiza, Rusia... pero ignoro si acaso dio, por lo menos, un rodeo por las islas jónicas, donde se encuentra la de Citera, conocida por ser allí adonde los céfiros condujeron a la diosa Afrodita, después de su espumoso nacimiento en el mar. Cualquiera que tenga valor de formar cola en Florencia, ante las puertas de la Gallería Uffizi, podrá admirarse contemplando el famoso lienzo de Botticelli que representa el nacimiento de Venus. En su ausencia admiremos el de Bourguereau, que no le va a la zaga. Pero Debussy se interesó por el cuadro de Watteau El embarque para Citerea, que muestra a un grupo de paisanos apurados por zarpar hacia esta isla de regocijo. En esta obra se basó Debussy para componer L´isle joyeuse. Si algún lector pianista se anima a estudiar esta partitura agradecerá saber la opinión que de ella tenía el propio autor: "¡Pero Dios mío! qué difícil es de interpretar, esta pieza parece aunar todas las formas posibles de atacar un piano, pues requiere tanto de la fuerza como de la gracia..."
Pero como es sabido de todos, los símbolos tiene su reverso tenebroso, y al júbilo de esta maravillosa isla divertida y disoluta ha de oponerse, por fuerza, el pesar que conmueve al contemplar la famosa isla de Arnold Böcklin, La isla de los muertos, que no es otra que a la que conduce el barquero Caronte a todo pasajero que tiene una cita ineludible con el Hades. El compositor ruso Serguei Rachmaninov y el alemán Max Reger usaron de este cuadro para sus composiciones. Pero de esta isla ya hemos hablado en otro post un poco más luctuoso, y no es sitio éste para estarse repitiendo...
1.-) Arturo Michelangeli interpreta La Catedral Sumergida:
2.-) Samson François nos lleva a la isla alegre:
3.-) Un fragmento de la cantata de Falla L'Atlàntida:
4.-) Y una curiosidad, el arpa céltica de Alan Stivell, que así es como sugiere la ciudad de Ys: