Hace pocos días que he regresado de una viaje relámpago a París, la ciudad del eterno bon jour. Se trata de uno esos viajes que las revistas llaman "Escapadas", como sugiriendo la huida hacia un destino más lisonjero. Luego se pasa el rato subiendo y bajando las escaleras de un metro repugnante, o haciendo interminables colas para admirar un cuadro en la distancia, y a la vuelta no se tiene siempre la sensación de haber desconectado, pues lo único que ha cambiado es el entorno, y uno sigue siendo el mismo sujeto pertinaz y apresurado. Con todo, y pese a lo que pueda parecer por esta introducción un tanto agria, París siempre impresiona con sus múltiples encantos culturales, entre los que guarda generosamente grandes y variados recuerdos para la música. Ya sea en el fastuoso palacio de Versalles o en el apartado Trianon -quién sabe si en alguno de sus clavecines recibía sus lecciones de teclado la reina Maria Antonieta-; ya sea deambulando por las calles atestadas de anuncios de conciertos en tal o cual iglesia, o parándose un instante en el recodo del Sena en que Gene Kelly y Leslie Caron bailaron al compás de la música de Gershwin, París me resulta una ciudad extremadamente musical.
Todo músico que viaje a París tiene una visita obligada en el número 175 de la Rue Saint-Honoré. Allí se encuentra la sede de las antiguas ediciones musicales Alphonse Leduc, curioso y acogedor enclave que viene sirviendo partituras desde 1841. También la calle en sí misma goza de reminiscencias musicales, por cuanto allí tuvieron sus residencias, entre otros, Jean Phillipe Rameau y el ínclito músico vasco Juan Crisóstomo de Arriaga, que se estableció en el número 314 hasta que su temprana muerte privó a la música de otro compositor genial. Me sobrevino el pensamiento de que París tal vez no sea el lugar más propicio para los artistas, dado que muchos que amaron la ciudad y desarrollaron en ella sus talentos, encontraron más tarde la muerte; es el caso de Chopin, Oscar Wilde, Jim Morrison o el propio Arriaga. El maestro Arriaga falleció en esa casa a los veinte años y fue enterrado en el Cementerio del Norte el 17 de enero de 1826 en una miserable fosa común, al contrario que Chopin y otros tantos que, mejor tratados, descansan plácidamente en el cementerio de Pére-Lachaise, con la sola compañía de los gatos peregrinos y de otros ilustres finados.
El de Pére-Lachaise es uno de los cementerios de París que desde principios de 1800 vigilan las cuatro esquinas de la ciudad. Parece que al principio los ciudadanos se mostraron reacios a ser enterrados en las afueras, pero cambiaron de parecer tan pronto se trasladaron allí los restos de algunos ilustres personajes. Ignoro si a diferencia del de Montmartre, donde existen lápidas grabadas sólamente con la fecha del nacimiento, indicando con ello que la tumba está reservada para una próxima inhumación, se sigue enterrando a la gente en el de Pére-Lachaise; en cualquier caso hay un cierto "overbooking", ya que actualmente pueden contarse -con paciencia- hasta setenta mil tumbas.
Ya estaba enterado de que en esta singular necrópolis reposan los restos de Chopin, así que con la sola intención de presentar mis respetos al músico polaco me adentré en sus sombrías avenidas y recorrí las divisiones hasta dar con su cuidada tumba. El tiempo no acompañaba, pero lejos de incomodarme esta inclemencia me pareció que la fina llovizna casaba a la perfección con el entorno de piedras húmedas y árboles longevos. De cuando en cuando un lúgubre gato mojado vigilaba los pasos de los vivos desde el interior de los panteones, a través de sus enrejadas ventanillas. Al cabo vine a dar con la magnífica tumba de Chopin, muy cuidada y respetada, y a pocos pasos encontré la de otros músicos, a cuyo alrededor duerme el romántico su sueño eterno. Chopin se halla muy cerca de Cherubini y de Bellini (a tal extremo le condujo su admiración por el bel canto que ahora reposa junto al compositor de "Norma"); me entretuve imaginando que al caer la noche los espíritus abandonan sus lechos y tienen entre ellos notables diatribas, Chopin y Bellini discuten animosamente sobre las bondades del canto en la técnica pianística al tiempo que se mofan del joven Morrison, incapaz de descorchar las botellas que sus admiradores dejan en su tumba.
A pocos metros de distancia se encuentra la tumba de Ignace Pleyel, fabricante de pianos que también gusta de tener charlas con Chopin. Este Pleyel, vigésimo cuarto hijo de una familia de treinta y ocho hermanos, pasea altanero por los recovecos del cementerio -no en vano estudió composición con Haydn antes de dedicarse a la fábrica de pianos-; se ha enterado por algún visitante de que Jeremy Siepmann, en su obra "El Piano", afirma que se trata, después de Clementi, del fabricante de pianos mejor cualificado de toda la historia. Tuvo un hijo, Camille, notable virtuoso y amigo de Chopin. Cuando se siente bajo de ánimo se acerca a la tumba del genial pianista y le pide que repita esa famosa frase que dijo en una ocasión, a propósito de la alta calidad de sus pianos: "Quand je me sens en verve et assez fort pour trouver mon propre son à moi, il me faut un piano de Pleyel". [Cuando me siento en plena forma para encontrar mi propio sonido, necesito un piano Pleyel].
Muy cerca de Chopin se encuentra otra pianista más reciente, un pianista de una categoría excepcional: Michel Petrucciani. Su tumba es muy al contrario que su música, austera, carece de virtuosismo y pasa casi desapercibida, pero tiene, asimismo, un aire improvisado que encaja con el carácter de sus interpretaciones. Un documental sobre su figura que conocí gracias a la aportación de mi amigo Javier Morales, mostraba a un Petrucciani profundamente preocupado por el más allá. El entrevistador le preguntaba si pensaba en la muerte y el pianista respondía que le molestaría mucho al morir encontrarse que no hay nada, y que en ese caso querría regresar. Si lo hay seguramente pasará las horas con Chopin y sus amigos, que le quedan cerca, y cuando tenga ganas de improvisar un Standard y se canse de tanto nocturno y tanto vals, se desplazará hacia la división 87, donde reposa el violinista de Jazz Stephane Grappelli.
Pero en un cementerio no va a ser todo, como se dice vulgarmente, risas y fiestas. Hay algunos espíritus atormentados que no pueden disfrutar de una eternidad más o menos regalada, y este es el caso del compositor Francis Poulenc. Maria Callas lo sigue incesantemente noche tras noche importunándole el descanso. La diva no le perdona que la rechazara como protagonista de "La Voix Humaine" por carecer de habilidades para la interpretación, y que en su lugar escogiera a Denise Duval, a quien espera que entierren en el mismo cementerio para hacerle a ella también la muerte imposible. Cada compositor tiene su diva, se defiende Poulenc, pero la Callas no parece contemplar diva alguna que no sea ella.
El otro cementerio donde los personajes renombrados tienen su cobijo eterno es el de Montmartre. Situado en el barrio del mismo nombre, alberga también las tumbas de numerosos músicos. Allí se encuentran Nadia y Lili Boulanger, Leo Delibes, Hector Berlioz y Adolphe Sax, entre otros. Pero este cementerio no lo visité, sino que me quedé a sus puertas sopesando las consecuencias psicológicas de una escapada tan colmada de elementos luctuosos. No me costó mucho tiempo decidir la media vuelta y alejarme del cementerio de Montmartre, en dirección opuesta hacia el descomedido barrio de Pigalle, sobre el cual no tengo nada que decir.
Tal vez lo más apropiado sea complementar este post con alguna célebre marcha fúnebre.
Todo músico que viaje a París tiene una visita obligada en el número 175 de la Rue Saint-Honoré. Allí se encuentra la sede de las antiguas ediciones musicales Alphonse Leduc, curioso y acogedor enclave que viene sirviendo partituras desde 1841. También la calle en sí misma goza de reminiscencias musicales, por cuanto allí tuvieron sus residencias, entre otros, Jean Phillipe Rameau y el ínclito músico vasco Juan Crisóstomo de Arriaga, que se estableció en el número 314 hasta que su temprana muerte privó a la música de otro compositor genial. Me sobrevino el pensamiento de que París tal vez no sea el lugar más propicio para los artistas, dado que muchos que amaron la ciudad y desarrollaron en ella sus talentos, encontraron más tarde la muerte; es el caso de Chopin, Oscar Wilde, Jim Morrison o el propio Arriaga. El maestro Arriaga falleció en esa casa a los veinte años y fue enterrado en el Cementerio del Norte el 17 de enero de 1826 en una miserable fosa común, al contrario que Chopin y otros tantos que, mejor tratados, descansan plácidamente en el cementerio de Pére-Lachaise, con la sola compañía de los gatos peregrinos y de otros ilustres finados.
El de Pére-Lachaise es uno de los cementerios de París que desde principios de 1800 vigilan las cuatro esquinas de la ciudad. Parece que al principio los ciudadanos se mostraron reacios a ser enterrados en las afueras, pero cambiaron de parecer tan pronto se trasladaron allí los restos de algunos ilustres personajes. Ignoro si a diferencia del de Montmartre, donde existen lápidas grabadas sólamente con la fecha del nacimiento, indicando con ello que la tumba está reservada para una próxima inhumación, se sigue enterrando a la gente en el de Pére-Lachaise; en cualquier caso hay un cierto "overbooking", ya que actualmente pueden contarse -con paciencia- hasta setenta mil tumbas.
Ya estaba enterado de que en esta singular necrópolis reposan los restos de Chopin, así que con la sola intención de presentar mis respetos al músico polaco me adentré en sus sombrías avenidas y recorrí las divisiones hasta dar con su cuidada tumba. El tiempo no acompañaba, pero lejos de incomodarme esta inclemencia me pareció que la fina llovizna casaba a la perfección con el entorno de piedras húmedas y árboles longevos. De cuando en cuando un lúgubre gato mojado vigilaba los pasos de los vivos desde el interior de los panteones, a través de sus enrejadas ventanillas. Al cabo vine a dar con la magnífica tumba de Chopin, muy cuidada y respetada, y a pocos pasos encontré la de otros músicos, a cuyo alrededor duerme el romántico su sueño eterno. Chopin se halla muy cerca de Cherubini y de Bellini (a tal extremo le condujo su admiración por el bel canto que ahora reposa junto al compositor de "Norma"); me entretuve imaginando que al caer la noche los espíritus abandonan sus lechos y tienen entre ellos notables diatribas, Chopin y Bellini discuten animosamente sobre las bondades del canto en la técnica pianística al tiempo que se mofan del joven Morrison, incapaz de descorchar las botellas que sus admiradores dejan en su tumba.
A pocos metros de distancia se encuentra la tumba de Ignace Pleyel, fabricante de pianos que también gusta de tener charlas con Chopin. Este Pleyel, vigésimo cuarto hijo de una familia de treinta y ocho hermanos, pasea altanero por los recovecos del cementerio -no en vano estudió composición con Haydn antes de dedicarse a la fábrica de pianos-; se ha enterado por algún visitante de que Jeremy Siepmann, en su obra "El Piano", afirma que se trata, después de Clementi, del fabricante de pianos mejor cualificado de toda la historia. Tuvo un hijo, Camille, notable virtuoso y amigo de Chopin. Cuando se siente bajo de ánimo se acerca a la tumba del genial pianista y le pide que repita esa famosa frase que dijo en una ocasión, a propósito de la alta calidad de sus pianos: "Quand je me sens en verve et assez fort pour trouver mon propre son à moi, il me faut un piano de Pleyel". [Cuando me siento en plena forma para encontrar mi propio sonido, necesito un piano Pleyel].
Muy cerca de Chopin se encuentra otra pianista más reciente, un pianista de una categoría excepcional: Michel Petrucciani. Su tumba es muy al contrario que su música, austera, carece de virtuosismo y pasa casi desapercibida, pero tiene, asimismo, un aire improvisado que encaja con el carácter de sus interpretaciones. Un documental sobre su figura que conocí gracias a la aportación de mi amigo Javier Morales, mostraba a un Petrucciani profundamente preocupado por el más allá. El entrevistador le preguntaba si pensaba en la muerte y el pianista respondía que le molestaría mucho al morir encontrarse que no hay nada, y que en ese caso querría regresar. Si lo hay seguramente pasará las horas con Chopin y sus amigos, que le quedan cerca, y cuando tenga ganas de improvisar un Standard y se canse de tanto nocturno y tanto vals, se desplazará hacia la división 87, donde reposa el violinista de Jazz Stephane Grappelli.
Pero en un cementerio no va a ser todo, como se dice vulgarmente, risas y fiestas. Hay algunos espíritus atormentados que no pueden disfrutar de una eternidad más o menos regalada, y este es el caso del compositor Francis Poulenc. Maria Callas lo sigue incesantemente noche tras noche importunándole el descanso. La diva no le perdona que la rechazara como protagonista de "La Voix Humaine" por carecer de habilidades para la interpretación, y que en su lugar escogiera a Denise Duval, a quien espera que entierren en el mismo cementerio para hacerle a ella también la muerte imposible. Cada compositor tiene su diva, se defiende Poulenc, pero la Callas no parece contemplar diva alguna que no sea ella.
El otro cementerio donde los personajes renombrados tienen su cobijo eterno es el de Montmartre. Situado en el barrio del mismo nombre, alberga también las tumbas de numerosos músicos. Allí se encuentran Nadia y Lili Boulanger, Leo Delibes, Hector Berlioz y Adolphe Sax, entre otros. Pero este cementerio no lo visité, sino que me quedé a sus puertas sopesando las consecuencias psicológicas de una escapada tan colmada de elementos luctuosos. No me costó mucho tiempo decidir la media vuelta y alejarme del cementerio de Montmartre, en dirección opuesta hacia el descomedido barrio de Pigalle, sobre el cual no tengo nada que decir.
Tal vez lo más apropiado sea complementar este post con alguna célebre marcha fúnebre.
Enlaces:
Web del cementerio de Pere-Lachaise
Alphonse Leduc