Hace pocos días, rebuscando entre la pila de partituras fotocopiadas que guardo, como cualquier otro músico, en armarios y cajones, hallé por casualidad una transcripción para violín y piano de uno de los conciertos de Vivaldi, de esas que se emplean para acompañar al piano a los alumnos de violín que quieren acceder al Conservatorio. Me llamó la atención esta partitura porque me hizo recordar las circunstancias tan adversas en que tuve que acompañar al alumno, un niño de doce años, delgaducho y tímido, excesivamente tenso. El motivo de esta tensión no era, como cabría esperar, la presencia en el aula del implacable tribunal, sino la de su padre. En efecto, su padre era una especie de Leopold Mozart, un tirano que por algún motivo creía ver en su hijo destellos de virtuoso. Durante los ensayos permanecía en el aula dando indicaciones sobre el sonido y sobre la velocidad, contrariando a su profesora, e incluso afirmando que yo mismo atacaba los acordes con demasiada blandura. Pero la peor parte se la llevaba siempre su hijo. Le hablaba con extremada brusquedad, pataleaba como un chiquillo consentido, se burlaba de sus fallos y culpaba de ellos no sólo a él sino a su aterrada profesora. Además poseía algunos conocimientos básicos sobre lenguaje musical, y los aportaba en todo momento, ahí es legato, ahí pone forte, esto es picado... Sin embargo, su mayor obsesión consistía en que el crío tocase el concierto sujeto estrictamente a la indicación de metrónomo que había en la partitura. Su mayor obsesión era, pues, su mayor fallo.
A la salida del examen el hombre me increpó porque yo no había seguido las indicaciones de metrónomo que el compositor había escrito. Pues tiene usted razón, le dije, armándome de valor, precísamente porque el compositor jámás escribió esa indicación, dado que Vivaldi pertenece al siglo XVIII y el Metrónomo no se inventó hasta principios del XIX. De hecho, todas las indicaciones de tempo, sus fortes, sus pianos y sus legatos pertenecen a la opinión personal de un editor del siglo XX. En adelante, concluí, lo mejor es que para este estilo de música consiga usted ediciones Urtext, es decir, basadas en el texto original.
La notación musical puede dividirse en dos principios fundamentales, que Nicolaus Harnoncourt apunta en "La música como discurso sonoro": 1º) se escribe la obra, no siendo reconocible su reproducción; y 2º) se escribe la ejecución, siendo la notación unas instrucciones para tocar. Cuando nos enfrentamos ante una partitura que responde al primer criterio (por ejemplo, Bach o Vivaldi) la notación exige de los intérpretes actuales los mismos conocimientos de lectura que exigía a los músicos de entonces, es decir, el reto se encuentra en descifrar el planteamiento de lo escrito y comprender las convenciones que aclaran lo que no lo está. Y lo que no lo está, entre otras muchas cosas, es la velocidad a la que hay que tocar, por lo que es necesario acudir a las fuentes, esto es, a los escritos de la época en cuestión que establecían las normas y convenciones que todo músico debía conocer.
Pero cuando uno acude a las fuentes no siempre encuentra una respuesta satisfactoria, ya que cada autor o cada compositor entiende el tempo a su manera, y eso sin mencionar los características nacionalistas. A veces los tempi vienen sugeridos por el propio autor en los prefacios de las obras, como es el caso de Frescobaldi. Otras veces hallamos indeterminaciones como las de Quantz, que dice que el pulso varía en función de la hora del día y del estado de ánimo, y que por lo tanto se puede alterar la velocidad según las fluctuaciones del mismo, siempre que no se comprometa la idea musical. Henry Purcell, en su obra "Collected lessons for the harpsichord or spinett" hace una subdivisión sencilla sobre el tempo, que luego él mismo contradice. El citado Harnoncourt establece una norma general y cuatro apartados para salvar este problema, siendo la norma que la velocidad debe estar relacionada con la idea que se pretende expresar y ésta se subordina a: 1º el afecto (el carácter de la pieza); 2º los signos de compás; 3º los valores más pequeños de las notas; y 4º el número de acentos.
Un siglo después, aproximadamente, de la emisión de estas normas, un inventor bávaro llamado Mälzel ideó el Metrónomo, en 1816. Se trataba de un aparato en forma de pirámide provisto de un mecanismo de relojería, cuya función era mantener un péndulo invertido en movimiento constante. Por el péndulo se deslizaba un pequeño peso que se situaba en cualquier punto de la varilla, junto a una indicación numérica que iba desde el 40 hasta el 208. Estos números representan la cantidad de pulsaciones por minuto. Si la varilla coincide con el número 60 el metrónomo producirá 60 oscilaciones por minuto. Por tanto, a mayor numeración mayor velocidad y viceversa.
Como todo, este aparato tuvo admiradores y detractores. Aunque muchos autores manifiesten su utilidad para marcar el pulso y subir paulatinamente la velocidad en el estudio, otros opinan que el uso del metrónomo puede convertir una interpretación expresiva en tensa y mecánica, y que por ello no hay que preocuparse demasiado cuando la indicación de metrónomo viene impuesta por el compositor. Josef Hoffman, por ejemplo, aduce que el tempo está íntimamente relacionado con el ataque y las dinámicas, de modo que se trata de un asunto indiviudal; ataque, sonido y concepción influencian el tempo, por lo que la indicación impuesta ha de aceptarse con la máxima cautela.
El mismo autor señala que en el caso de Beethoven, aquel que posea una edición de las obras de este compositor que carezca de indicación de metrónomo debe considerarse afortunado. Una conocida anécdota refiere que Beethoven pidió a un amigo que enviara a Londres una copia con los movimientos de su novena sinfonía, que contenía indicaciones metronómicas del compositor. Esta copia se perdió, y Beethoven tuvo que rehacer el trabajo. Una vez conlcuido se halló esta copia y al compararlas se vio que las indicaciones del mismo Beethoven con respecto a la misma obra diferían notablemente. A esto exclamó Beethoven: "Afuera el metrónomo, el que esté dotado de sentimiento no lo necesita, y el que no lo esté no sacará ningún provecho de este trasto, que desconcertará toda la orquesta".
En fin, el Metrónomo es el mejor amigo del músico, tal como apunta Pedro de Alcantara en "Indirect Procedures", no puede hacerte preciso, pero si lo escuchas cuidadosamente te dirá si tu ritmo es preciso o no.
Una de las aplicaciones más interesantes del metrónomo es, sin duda, la que encontró el compositor húngaro Giorgy Ligeti en esta curiosa obra, que quien no lo desee no ha de seguir hasta el final.
De nuevo Yuja Wang, interpretando una obra más "convencional" del mismo compositor.
http://www.youtube.com/watch?v=ECC6l7fAhJQ
Y aquí un ejemplo de cómo la misma obra puede ser interpretada con dos velocidades diferentes, sin que esto afecte a la expresividad.
Glenn Gould – Prelude & Fugue No. 13 in F-sharp Major, BWV 858: Prelude
Sviatoslav Richter – Prelude and Fugue No. 13 in F sharp major, BWV 858